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El retorno del fantasma nuclear
Antonio Sánchez Ibarra

Durante casi una década, a partir de la desaparición de la Unión
Soviética, el peligro de una confrontación nuclear llegó a su mínima
expresión aunque no desapareció. Su existencia estriba en las miles de
cabezas nucleares sembradas por las potencias nucleares o circulando en
aviones y submarinos en redes logísticas que han continuado operando
durante todos estos años. La atenuación del peligro no ha significado
su desaparición.

Los recientes síntomas llevan a recordar los riesgos reales de un
conflicto nuclear. Reales en cuanto a sus efectos no limitados a los
paises en conflico, sino extensibles a todas las formas de vida existentes
en el planeta.

En la decada de los ochenta, en pleno apogeo de desarrollo del proyecto
popularmente conocido como Guerra de las Galaxias, se llegó a
plantear la alternativa de un conflicto nuclear limitado, donde
no sería utilizado todo el poderío nuclear, sino solo el suficiente
para doblegar al enemigo.

Comenzando por establecer parámetros, una cabeza nuclear estratégica
tiene un poder de dos megatones o el equivalente explosivo a dos
millones de toneladas de TNT. Esto significa que una sola bomba
nuclear representa todas las bombas detonadas durante la II Guerra
Mundial.

¿Cuántas cabezas nucleares existen? Difícil de determinar. Las
últimas estimaciones señalaban 50 000 sumando las de todas las
potencias. Este excesivo potencial es suficiente para destruir un
millón de Hiroshimas.

En una supuesta guerra nuclear limitada, morirían al instante no menos
de 1100 millones de personas. Otro tanto quedarían lesionadas y
afectadas por radiaciones. Por otra parte, una vez desatado este
infierno de Dante, las fallas en comunicaciones y logística no
garantizan que tal guerra se mantuviera limitada.

Quienes piensan que tal catastrofe se limitaría a los lugares donde
las bombas fueran detonadas estan muy equivocados.

En un estudio ya célebre que efectuaron en la década de los setenta
R.P. Turco, O.B. Toon, T.P. Ackerman, J.B. Pollack y Carl Sagan, se
demostró en base a estudios de las tormentas de polvo en el planeta
Marte, extrapolados a una guerra nuclear en la Tierra utilizando 5000
megatones, que el polvo y humo producido por las detonaciones e
incendios, se elevaría a la atmósfera provocando, en la medida que se
dispersara por el planeta, una drástica disminución en la radiación
solar, una caída en la temperatura y una expansión del efecto
radioactivo a todas latitudes.

El Invierno Nuclear haría que la cantidad de luz al nivel del
suelo fuera reducida a un porcentaje muy pequeño, mucho más oscuro al
mediodía que durante un denso nublado. Suficientemente oscuro para que
las plantas pudieran vivir de la fotosíntesis. La temperatura, por
otra parte, caería al nivel de 25° C bajo cero, aun cuando tal
guerra ocurriera durante el verano. Para los sobrevivientes, las
siembras y los animales de granja serían destruidos.

A lo anterior habrá que sumar la lluvia radioactiva que en el
Hemisferio Norte significaría una dosis mayor a los 250 rads y en el
resto del planeta mayor a los 100 rads.

Tales efectos, sin contar muchos otros, persistirían durante meses
rompiendo cadenas ecológicas, ocasionando daños irreversibles a la
atmósfera y dejando la mayor estela de destrucción en la historia de
la especie humana: La última.

Los terrícolas no han dejado de ser rehenes ante la mayor muestra de
irracionalidad existente en el planeta.

Antonio Sánchez Ibarra es astrónomo del Observatorio Carl Sagan y
responsable de la Estación de
Observación Solar
de la Universidad de Sonora (México).