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Leónidas: La ciencia de los meteoros
Javier Armentia

Mira, la estrella cometaLa noche del 17 de noviembre de 1999 proporcionó a quienes estaban mirando el cielo un espectáculo sorprendente: en unos minutos cientos de estrellas fugaces aparecían por el cielo. Era el espectáculo casi inesperado de las Leónidas, que todos los años nos visitan, aproximadamente entre el 12 y el 20 de este mes. Para este año, hay pronósticos de varios máximos, de los cuales sólo el correspondiente a las 22:49 (hora peninsular) del 19 de noviembre, podrán ser observados adecuadamente desde nuestro país. (Un máximo predicho para la noche del 8 al 9 de noviembre faltó a su cita… aunque en España nos lo habríamos perdido por culpa de las nubes). Si uno quiere saber cuántas se llegan a ver, lo mejor es intentar observarlas: sólo las nubes y la contaminación lumínica pueden estropearnos un espectáculo seguro. Y fascinante.

Las Leónidas en la historia

Puede sorprendernos que ya en el siglo X los astrónomos chinos notaran que en esta época del año aparecían por el cielo un gran número de estrellas invitadas, meteoros (este nombre hace referencia a que son fenómenos que tienen lugar en la atmósfera, entre 100 y 200 km de altitud sobre el suelo) que hoy sabemos asociados a las Leónidas. Fue sin embargo, la observación de 1833, una de las ás copiosas de la historia y que llegó a hacer creer a muchos de la llegada del fin del mundo, la que marca el comienzo del estudio científico de estos fenómenos no sólo atmosféricos, sino también cósmicos.

Qué son las leónidas

A lo largo del año tienen lugar varias decenas de lluvias de meteoros. La Tierra va atravesando, en su órbita en torno al Sol, regiones en las que existe más material proveniente de cometas y asteroides, polvo interplanetario que literalmente nos llevamos por delante o, visto de otra manera, interceptamos debido a la gravedad terrestre. Esos pequeños fragmentos caen a gran velocidad (típicamente entre 10 y 80 kilómetros por segundo) y la fricción de las altas capas de la atmósfera los volatiliza. La energía es suficiente como para ionizar el gas atmosférico, provocando una luminiscencia fluorescente que puede ser vista de noche: lo que llamamos estrella fugaz. En la Luna, donde no hay atmósfera, estos trocitos de materia cósmica llegan a chocar directamente contra la superficie. Las Leónidas lunares han sido objeto de estudio en los últimos años, tras su detección desde el Instituto Astrofísico de Canarias (IAC).

En concreto, las Leónidas están asociadas al cometa Tempel-Tuttle, que aparece cada 33 años por nuestros cielos. Su nombre, como los de otras lluvias anuales (como las Perseidas, las Acuáridas, las Oriónidas…) hace referencia a la constelación de la cual parecen provenir las trazas, el llamado radiante. Coincide con la dirección por la que aparecen los fragmentos de la corriente meteórica vistos desde nuestra Tierra en movimiento. Debido a la interacción gravitatoria de los planetas, las órbitas de los granitos de polvo interplanetario se ven alteradas continuamente, distribuyéndose en órbitas que se van separando con el tiempo de la órbita del objeto progenitor. Por ello, no sólo se observan Leónidas los años cercanos al paso por el perihelio del Tempel-Tuttle, sino todos los años. Es cierto, sin embargo, que cada 33 años las Leónidas suelen proporcionar verdaderos chaparrones.

La ciencia de los meteoros

Además, se agrupan en diferentes corrientes, de manera que una lluvia como la de las Leónidas produce meteoros a lo largo de varias semanas, con uno o varios momentos de máximo, correspondientes a la mayor aproximación a la zona más densamente poblada de la corriente. El estudio de esa distribución de materia es muy complejo y se ha resistido durante muchos años a la elaboración de modelos teóricos. Afortunadamente, en los últimos años, gracias a una cada vez mayor red de observadores (muchos de ellos aficionados a la astronomía, los llamados amateurs) se pueden disponer de mejores datos. De esta manera, los pronósticos son cada vez más precisos, y más exactos. Sin embargo, sigue siendo necesario recolectar los datos de cada noche, registrar las estrellas fugaces con su tiempo y posición en el cielo y realizar una estimación del brillo, comparándolas con estrellas de referencia.

Estudiando las estrellas fugaces

Se trata de una labor a veces tediosa, pero ello no quita para que numerosas redes de observadores, como la activa SOMYCE (Sociedad de Observadores de Meteoros y Cometas de España), establecida en 1987 y que coordina las diferentes campañas que pretenden, año a año, conseguir un mejor conocimiento de estos fenómenos celestes. Tengamos en cuenta, además, que aunque gran parte de este material se volatiliza en la atmósfera (a veces como verdaderos bólidos que recorren el cielo siendo observados durante varios minutos), hay ocasiones en que alguno de los fragmentos mayores llega al suelo en forma de meteorito, permitiéndose así un análisis más completo que el que concede la observación durante un breve instante de una simple estrella fugaz.

Piedras que caen del cielo

El astrofísico de la Universidad de Barcelona Jordi Llorca ha publicado recientemente Meteoritos y Cráteres (Ed. Milenio, 2004), un libro de divulgación sobre los hermanos mayores de las estrellas fugaces. Recogiendo numerosos casos históricos de observaciones de bólidos y otros fenómenos cósmicos, el profesor Llorca consigue realmente entusiasmar al lector con la ciencia que está detrás. Desde hace años, él mismo participa en la Red de Investigación sobre Bólidos y Meteoros, un equipo científico que ha conseguido analizar algunos de los más sonados fenómenos celestes de los últimos tiempos (como aquel bólido que pudo verse en todo el país el pasado 4 de enero).

En su texto, cuya versión en catalán ganó el Premio Humbert Torres de divulgación científica, se centra además en las piedras que a veces llegan a recogerse en el suelo. Esos meteoritos que, hace poco más de dos siglos se creía que eran habladurías y que, ahora, son la más fiable herramienta del geólogo planetario. Estos fragmentos de rocas de otros mundos han permitido conocer mejor la propia formación del Sistema Solar. Y, por supuesto, a veces han dejado marcas en el suelo, cráteres que no dejan de sorprender a los geólogos.

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