Desde 1979 una oscura empresa estadounidense cuyo nombre es mejor no
mencionar ha vendido un millón de estrellas a poco menos de diez mil
pesetas la pieza. Por este módico precio, la empresa X envía un
certificado garantizando que una determinada estrella será conocida
en adelante con el nombre que hayamos elegido para ella. Se trata de
un negocio redondo que ha generado unos ingresos cercanos a los diez
mil millones de pesetas (unos 60 millones de euros) con una inversión
que apenas supera el coste de dos mil paquetes de folios y los
correspondientes gastos de correo. Las expectativas son tan buenas
que a la empresa X ya le ha surgido competencia por parte de las
empresas Y y Z, aunque al menos por el momento ello no haya supuesto
una rebaja en los precios.
Galileo fue el primer ser humano en comprobar con sus propios ojos
que en el cielo hay más estrellas de las que se ven a simple vista.
Con su pequeño telescopio también descubrió que el planeta Júpiter
posee un sistema propio de lunas orbitando a su alrededor, lo que
suponía una prueba más a favor del modelo heliocéntrico de Copérnico.
Deseoso de abandonar Venecia y ser admitido en el prestigioso mundo
académico florentino, Galileo no dudó en bautizar los nuevos
satélites con el nombre de «Estrellas Mediceas» y ofrecerlas a mayor
gloria de Cosme de Medici, Gran Duque de la Toscana, quien aceptó
encantado el regalo y la presencia del científico en su corte.
Pero la actual venta de estrellas, caras o baratas, no deja de ser un
timo. Por una parte sólo podemos observar a simple vista unas seis
mil estrellas, lo que implica que el coste real de nuestra
adquisición se dispara si consideramos lo que cuesta el telescopio
que debemos comprar para disfrutar de ella. Aún resulta más incómoda
la certeza de que varios cientos de incautos podrían estar
compartiendo estrella en una especie de indeseada y fraudulenta
multipropiedad cósmica. Por otra parte, sólo nuestra galaxia contiene
unos ciento cincuenta mil millones de estrellas, que repartidas entre
los seis mil millones de humanos que viven en nuestro planeta
tocarían a unas veinticinco por cabeza, una oferta que supera con
creces la más optimista de las demandas.
Y por si ni fuera suficiente, los tratados internacionales reconocen
que el control de la nomenclatura astronómica recae en exclusiva
sobre la Unión Astronómica Internacional. Desde su fundación en 1919
la UAI ha fijado criterios para racionalizar los nombres de los
objetos del cielo, y el trabajo está muy avanzado en cuanto a la
clasificación para los cuerpos del Sistema Solar. Así, todos los
cráteres de Mercurio llevan nombres de artistas fallecidos, mientras
que en la Luna se recurre a intelectuales y científicos (si los
cráteres son grandes) o a nombres comunes de persona (si son
pequeños). Estas normas dan pie a interesantes homenajes. Por
ejemplo, todos los accidentes geográficos de Venus llevan nombres
femeninos excepto la cadena montañosa más alta del planeta, bautizada
en honor a J. C. Maxwell, quien por descubrir las leyes del
electromagnetismo disfruta del privilegio de ser el único varón en
el gineceo extraterrestre del planeta vecino.
Sin embargo, la nomenclatura de las estrellas es mucho menos
estricta. La más brillante del cúmulo de las Pléyades es conocida
popularmente como Alcyone, aunque según el catálogo donde la
busquemos, podemos encontrarla como Eta Tauri, 25 Tauri (catálogo
Flamsteed) o SAO 76199 (catálogo del Smithsonian Astronomic
Observatory). Es precisamente esta indefinición la que deja un
resquicio a la venta de estrellas: nada impide crear un nuevo
catálogo en el que cada astro figure con el nombre arbitrario que
queramos adjudicarle.
La venta de estrellas se quedaría en mera anécdota de no ser porque
las empresas que la practican han comenzado a demandarse entre ellas
y a las instituciones científicas cuyos miembros hacen pública su
opinión sobre esta peculiar estafa. Dado el peligro que entrañan
estos absurdos pleitos a quemarropa, la denuncia pública de estas
prácticas se concentra ahora en páginas de Internet o artículos como
el que están leyendo. Como no podía ser de otra forma, éste acaba con
una invitación explícita a transgredir las leyes (al menos las de la
UAI). Salgan al campo, disfruten del firmamento y no se priven de
bautizar como les plazca las estrellas que más les gusten.
Artículo publicado en el sumplemento Milenio de ciencia y
tecnología del Heraldo de Aragón.