Desde que en 1920 se propusieron los procesos nucleares como fuente
de la energía del Sol y las estrellas, y más tarde, en 1938-40, se
calcularon los detalles de la fusión termonuclear en el interior
solar, podemos describir, bajo ciertas hipótesis razonables, cómo será
la muerte natural de nuestro planeta. Todas las estrellas nacen,
evolucionan pausada y tranquilamente, y finalmente mueren. El ritmo al
cual lo hacen -es decir, el tiempo que invierten en cada una de esas
etapas de su evolución- depende de forma inversamente proporcional de
su masa. Así, las estrellas más masivas apenas viven unos millones de
años, mientras que una estrella normal como el Sol puede vivir miles
de millones de años.
A partir de los registros geológicos y del estudio de los meteoritos,
sabemos con bastante precisión que nuestro Sol y su cortejo de
planetas tienen una edad de unos 4.600 millones de años. El Sol se
encuentra actualmente en la fase más tranquila de su vida,
transformando en su núcleo a millones de grados el hidrógeno en helio.
Esa reacción es la que libera la energía que finalmente emite nuestra
estrella en forma de radiación al espacio. Pero, con el devenir del
tiempo, el combustible de hidrógeno en el núcleo, convertido casi en
su totalidad en helio, se habrá agotado.
Las estrellas más masivas acaban sus días de forma rápida y violenta,
explotando como supernovas, arrojando al espacio gran cantidad de
materia y de radiación. Pero al Sol le espera un devenir más sosegado.
Creciendo en tamaño lenta pero inexorablemente a medida que el
hidrógeno se consume en el núcleo, llegará un momento en el que se
inflará como un globo, de forma muy rápida, convirtiéndose en una
gigante roja. Se denominan así las estrellas que muestran un color rojizo -y no amarillo, como el Sol- debido a que su temperatura
superficial es más baja, y cuyo radio es cien, doscientas o más veces
el del Sol.
Un vistazo hacia el sur de nuestros cielos en una noche estrellada de
invierno, en dirección a la constelación de Orión, nos permitirá ver
una estrella rojiza y brillante llamada Betelgeuse. Estaremos
asistiendo entonces a la visión de lo que será nuestro Sol dentro de
unos 7.500 millones de años, que es el tiempo que los cálculos más
recientes consideran que tendrá que transcurrir desde ahora para que
eso suceda. Y, entonces, ¿qué pasará con el sistema planetario y con
la Tierra?
El crecimiento desmesurado del Sol en esa fase hará que los dos
planetas más cercanos, Mercurio y Venus, sean engullidos y
literalmente evaporados al caer en su interior. Los cálculos sugieren
que en esa fase el radio solar no llegará hasta la Tierra. Sin
embargo, el Sol pasará por una segunda fase expansiva, 200 millones de
años después, cuando el helio del núcleo comience a transformarse en
carbono y oxígeno a través de nuevas reacciones termonucleares.
Entonces, su capa exterior se volverá inestable, sufriendo
contracciones y expansiones, inflándose y desinflándose, y es en esa
fase de pulsaciones cuando se calcula que la superficie solar
alcanzará muy probablemente la órbita terrestre. La fricción de la
Tierra con la materia del Sol -en muy baja densidad en sus partes
externas- hará caer a nuestro planeta siguiendo una órbita espiral
hacia el interior de nuestra estrella.
Se estima que la evaporación y destrucción final de la Tierra
acontecerá cuando ésta se encuentre a una profundidad de una fracción
del radio solar actual y alcance una temperatura de unos 300.000
grados. Los cálculos sugieren, además, que Marte sobrevivirá a estos
fenómenos y es muy probable que se libre de una caída semejante. Lo
mismo sucederá lógicamente con los planetas gigantes -Júpiter,
Saturno, Urano y Neptuno-, que se encuentran en órbitas más
exteriores. En ese futuro dentro de 7.700 millones de años, el Sistema
Solar se compondrá de un Sol con tan sólo la mitad de su masa actual,
será una estrella enana blanca de carbón y oxígeno con un tamaño
semejante al de la Tierra, alrededor de la cual se encontrarán Marte y
los gigantes en órbitas mucho más alejadas de las que actualmente
ocupan.
Mucho antes de que todo esto acontezca, la vida habrá, sin duda,
desaparecido de la Tierra. Suponiendo que no suceda ningún cataclismo,
como por ejemplo el impacto de algún asteroide u otro cuerpo gigante
con nuestro planeta, el crecimiento continuo del radio solar y de su
luminosidad harán aumentar paulatinamente la temperatura terrestre.
Como consecuencia, se producirá una evaporación del agua de los
océanos que podrá llevar a la Tierra a un efecto invernadero
desbocado como el que observamos en Venus, en donde la masiva
atmósfera de dióxido de carbono eleva las temperaturas hasta los 400
grados.
Cuando toda el agua oceánica se evapore, la presión atmosférica en la
superficie alcanzará unas cien veces su valor actual. Dado que el
vapor de agua es un eficaz agente invernadero, tan enorme cantidad en
la atmósfera hará subir fuertemente las temperaturas. Alcanzados los
150 grados, ninguna forma viviente sobrevivirá en ese tórrido
ambiente. Se estima que este proceso puede comenzar dentro de unos
1.000 ó 2.000 millones de años. El hombre está así abocado tarde o
temprano, si de perpetuar su especie se trata, a salir de la Tierra y
asentarse en los mundos cercanos. Marte, por su proximidad y
características, parece obviamente ser la primera estación.
Estas hipótesis toman en consideración solamente los efectos externos
-esencialmente, la evolución del Sol- sobre el destino final de
nuestro planeta, que se antoja realmente lejano. Sin embargo, quizá la
amenaza para la especie humana esté más cerca, resida en ella misma y
en el mal uso que de los avances tecnológicos pueda hacer. A corto
plazo, parece pues evidente que nuestra preocupación por el destino
final de la Tierra no debemos buscarla en el espacio exterior, sino en
nosotros mismos.
Este artículo ha sido publicado en el diario El Correo, al cual le
agradecemos su gentileza. Agustín Sánchez Lavega es científico del
Departamento de Física Aplicada I de la E.T.S. Ingenieros Industriales
y Telecomunicación (Universidad del Pais Vasco).